jueves, 4 de agosto de 2011

La nostalgia viaja en tranvía

Algarabía, divertimento, cultura y lenguaje, 15, Aljamia, México, 2004, pp. 28-34.


La nostalgia

viaja en

tranvía

por Georg Leidenberger

Van a los caldos a eso de la madrugada

los que por suerte se escaparon de la Vial,

un trío les canta en Indianilla donde acaban

ricos y pobres del Distrito Federal

Chava Flores, “Sábado Distrito Federal”





El tranvía nos recuerda una ciudad que era más tranquila y transparente, menos congestionada; una ciudad cercana a la naturaleza como en la película La ilusión viaja en tranvía de Luis Buñuel (1953), cuando el tren de Tlalpan todavía pasaba a través del campo con las chinampas y los volcanes de fondo. Pero una cosa son los recuerdos y otra la historia. El 15 de enero de 1900 un tranvía eléctrico circuló por primera vez entre la Plaza de Armas —hoy el Zócalo— y un pequeño pueblo llamado Tacubaya, a las afueras de la ciudad. En un tiempo en que los trenes eran tirados por mulas, el tranvía fue recibido como una maravillosa innovación: operado por la invisible y aparentemente mágica fuerza de la electricidad, parecía traer el progreso a la ciudad de México; y durante las siguientes tres décadas se convirtió en el medio de transporte público más importante de ella. En él uno se podía trasladar desde el Centro hasta Cuajimalpa hacia el poniente; Xochimilco y Tláhuac hacia el sur; el Peñón de los Baños hacia el oriente — el cerro que está frente al aeropuerto — y Tlalnepantla hacia el norte. Y por medio de estas vías férreas la ciudad creció en forma de «una gran tortuga que extiende sus patas dislocadas», en palabras de Manuel Gutiérrez Nájera.

Al ser el tranvía prácticamente el único medio de transporte disponible, todos los residentes de la urbe recurrieron a él: beatas, catrines, matanceros del rastro, grupos de estudiantes, burócratas, damas ricas y hasta uno que otro gringo, fue verdaderamente un transporte público, representativo de todos los estratos sociales. También, en ocasiones, los tranvías llevaron personas en cadenas —en los carros de prisioneros— y en ataúdes —en los carros fúnebres— y transportaron todo tipo de carga, desde cueros, pulque y carneros —vivos o muertos—, hasta costales de cemento, timbales con tripiés y pianos verticales.

¿Pero era realmente esa ciudad más tranquila y civilizada, comparada a la de hoy? En horas pico había dentro del carro «amontonamientos» que sólo la pluma de Gutiérrez Nájera pudo trasformar en algo poético: «los asientos [en el tren de primera clase] se toman por asalto y se necesitaba que interviniera la policía para moderar el entusiasmo de los viajeros. [...] Los pasajeros se ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado. [...] El cobrador sacude su sombrero —mojado de la lluvia— y un benéfico rocío baña la cara de los circunstantes, como si hubiera atravesado por en medio del wagón [sic] un sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos». Los pasajeros, «sobre todo, las señoras» se quejan del «trato soez y descomedido» que reciben de los conductores de los trenes: a los que «no llevan suelto el importe del pasaje» los llegan «a insultar».

Para los usuarios de comienzos del siglo XX el tranvía representaba una máquina destructiva, capaz de atropellar, lesionar, despedazar, triturar o atravesar cualquier parte del cuerpo humano.

Fue en los años 20 cuando una nueva amenaza vehicular llegó a hacerle competencia al tranvía en la imaginación morbosa del público: los camiones. Éstos no eran otra cosa que Fords modelo T convertidos en una especie de colectivos, que pasaban «como ráfagas por las avenidas de la urbe [...] como exhalaciones, barriendo huracanadamente las calles estáticas, abriéndose paso de manera triunfadora». En comparación, «los tranvías —escribe Novo— resultan tan lentos que ni los suicidas los prefieren».

Es posible que al desaparecer del paisaje urbano de la ciudad, el tranvía se convirtiera en algo nostálgico.

El «último tranvía» hizo su recorrido el 2 de octubre de 1984, de Xochimilco al Zócalo. Al final, parece que es la naturaleza la que le dio la puñalada mortal: el terremoto de 1985 destruyó el taller de mantenimiento en el que se encontraban carros de trenes destinados a ser remodelados y vueltos a la circulación, pero que a partir de entonces quedaron enterrados para siempre.

No hay duda de que perdimos algo cuando se nos fue el tranvía: ya que sólo por el hecho de operar sobre rieles perdimos un medio de transporte más ordenado, seguro y menos contaminante.

No obstante, sea como sea la historia verdadera, mantengamos una visión del tranvía como emblema de una ciudad perdida, porque sólo por medio de la imaginación de un pasado mejor podemos hallar la visión de un futuro mejor; y esto se aplica al transporte y a toda la ciudad en que vivimos. Así que cuando llegue el próximo 2 de octubre, conmemoremos otro aniversario, uno que es también lamentable: la desaparición definitiva del tranvía de la ciudad de México. ¿Y por qué no?, para aliviar la nostalgia podemos tomar el tren ligero —lo más cercano que nos queda al tranvía— en Taxqueña para ir a pasar un día de campo a Xochimilco.

















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